Según el Diario de Sta. Faustina Kowalska, vidente del Señor de la Divina Misericordia, fue el mismo Señor quien pidió que su Fiesta fuera celebrada en el Primer Domingo después de Pascua. “En ese día, las profundidades de mi misericordia estarán abiertas para todos… En ese día, “quien se confiese y comulgue obtendrá el completo perdón de sus pecados y del castigo merecido” (Diario 699). El 2º Domingo de Pascua fue siempre en la Iglesia un Día Grande, ante todo por ser la octava de la Resurrección del Señor. “Como si ahora hubiéramos nacido…” (1 Pe 2,2).
El evangelio (Jn 20, 19-31) cuenta que, en la tarde del día de su Resurrección, Jesús instituyó el Sacramento del Perdón, que es la inclinación más profunda de Dios al hombre caído (para levantarlo), como dijo San Juan Pablo II. Al Señor Resucitado le cae perfecto el sobrenombre de Señor de la Divina Misericordia, pues es como se muestra después de su Resurrección: Todo Misericordia.
“Rico en Misericordia”, 1º con los apóstoles, al desearles repetidamente la paz. ¡El Shalom (saludo judío de paz y bien), debió sonarles a música celestial! No había reproche (por su huida en el Viernes Santo), sino los sentimientos y los buenos deseos del amigo y Maestro, que les tendía las manos, mientras ellos se iban llenando de alegría, de valor, de ganas de ser verdaderos apóstoles y testigos de su Resurrección. 2º con todos los hombres y mujeres del mundo, al dar a los apóstoles el poder de perdonar, instituyendo para siempre, el Sacramento del Perdón. Memoricemos la cita (Jn 20, 23). 3º con la Iglesia, comunidad de apóstoles y fieles.
Fue el Espíritu Santo, quien resucitó a Jesús (Rom 8,11), dejando una cruz y un sepulcro vacíos. Él lo devolvió a la vida para ser “el Señor”, pero también para ser, entre nosotros “el Señor de la Misericordia”, de modo que atraídos por su amor, no vivamos ya para nosotros sino para Él. Es lo más importante del hecho histórico de la Resurrección y es lo que más conmovió a los apóstoles. Les emocionó tocar a Jesús y saber que era real, pero les emocionó aún más la experiencia de fe que los envolvió y los sedujo. La convicción de que Jesús estaba vivo y, por su amor misericordioso, de nuevo con ellos. ¡¿Quién o qué los podría apartar ya del amor de Cristo?! (Rom 8,35).
Es la clase de experiencia de fe y de confianza en su divina misericordia que tenemos que hacer nosotros: para vivir sin miedo y para cambiar a mejor las cosas. Es la clase de experiencia que ha hecho el Papa Francisco, quien no se cansa de hablarnos de la misericordia de Dios, invitándonos a confiar ilimitadamente en ella.